Entre todos los movimientos de la vanguardia histórica, el expresionismo es el de más difícil definición y delimitación. Esto se debe, en primer lugar, a que desde muy pronto se empezó a calificar de expresionistas a manifestaciones artísticas muy variadas, tanto por su orientación temática como por su adscripción estilística. Para muchos críticos y artistas que vivieron entre los años diez y veinte, expresionistas era casi todo lo que no se reclamase heredero del naturalismo impresionista. De ahí la posibilidad de confundirlo con otros -ismos muy bien caracterizados de las primeras décadas del siglo XX.
Esto puede explicarse porque el expresionismo no produjo un lenguaje artístico específico, y no debe ponerse, por lo tanto, en el mismo plano que el fauvismo o el cubismo. De hecho, los creadores expresionistas se sirvieron de los hallazgos formales de otros movimientos coetáneos para adaptarlos a sus propios objetivos. En este sentido el expresionismo se parece al futurismo: más que inventar nuevas formas, hicieron hincapié en una temática diferente. Si el futurismo miraba con optimismo las conquistas técnicas de la civilización occidental y estaba obsesionado con la representación del movimiento o la velocidad, el expresionismo se fijó, sobre todo, en el ser humano, y en su angustioso o esperanzado estar en el mundo. La tónica dominante es pesimista. Mientras el impresionismo atendía a la naturaleza exterior, percibida por una mirada “inocente”, el expresionismo mostró preferentemente el lado oscuro de la conciencia humana, enfatizando lo trágico y sombrío, lo antisocial y degradado.
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